“Esto es para los políticos. Disculpe, son las ordenes que recibí”. En el fin del mundo, como en todos lados, también hay privilegios.
Frente a la pista principal del centro de esquí del cerro Castor, en Ushuaia, había dos tribunas armadas. Una con asientos color naranja adheridos sobre las gradas de madera, con un solo ocupante; y otra, más populosa, con los escalones pelados y fríos. Se darán cuenta en cuál me negaron, muy gentilmente, el acceso.
A un costado, un instructor daba una charla técnica con pizarrón “bilardiano”. Y yo, caminaba diferenciándome del resto de las decenas de personas enfundadas en trajes para nieve. Iba con un jogging gris Marea y las Adidas de tela para trekking, aptas para trepar el cerro Negro, pero no para resbalar sobre la fina nieve del centro de esquí más austral del mundo.
Si el vértigo ya me sobresaltaba al observar desde abajo el paso de las aerosillas, mejor ni imaginar deslizarme por las pistas con esas pesadas botas que encorsetan las piernas casi como un castigo medieval.
Probablemente, mi sensación estaba emparentada con mi frustrada iniciación en el deporte, años atrás en Bariloche, que me dejó nueve puntos distribuidos en mi rodilla derecha, por la reparación de ligamentos cruzados y un menisco que quedó en asa de balde. Sí, casi mi bautismo en el esquí fue traumático de la forma más literal, y llegó junto con la despedida de la actividad. Mientras descendía, esa tarde, por el Catedral en una moto de asistencia, ya sabía que nunca más me subiría a una tabla.
Mi mala experiencia personal, contrasta con el abordaje de mi hija y mi hijo al deporte, que se mueven con solvencia en este mundo. Un viaje familiar a Calafate y Ushuaia, incluía una jornada de esquí. Y ahí estábamos. Ellos felices con sus pases, y yo, compartiendo esa alegría, pero también imaginando mis largas horas deambulando con mi particular equipaje, entre esa fauna tan especial.
En la negociación de las vacaciones, me habían seguido, sin tantas ganas, por los senderos que conducen hasta la laguna Capri, en El Chaltén, una delicia para mi paladar. Un gran lugar para caminar, con las figuras de los cerros Fitz Roy y Torre recortadas en el horizonte. Ahora, les tocaba hacer lo que más disfrutaban, y a mí, acompañarlos, pero desde un costado.
Treparon a la aerosilla de un salto. Y yo quedé ahí, frizada, tomándoles las únicas fotos que pude, de sus espaldas, y siguiéndolos con mi mirada hasta que se perdieron entre el blanco de la escena. Parada, con mi mochila, de la que colgaba una bolsa de nailon con ropa y una bolsa de friselina de color rojo, de la casa de alquiler de los equipos, con sus zapatillas en el interior zapatillas. Después se agregaron, los cascos. Un culto al glamour.
Me quedé en la base del cerro, rodeada por una marea de personas, que iba y venía. La mejor decisión del día fue el pancho que cotizaba en Bolsa, y la cerveza helada. Si, al aire libre, con un par de grados bajo cero y con nieve alrededor.
En la mesa vecina, un grupo de japoneses en trajes estilo hormiga atómica. Porque, justo ese día, el cerro era sede de un encuentro internacional de instructores. Por ese motivo la tribuna Vip y la tribuna común. Los participantes, de distintos países, realizaban llamativas figuras geométricas en una pista con marcada inclinación. Estábamos allí de pura casualidad, pero mucha gente hacía rato tenía en agenda esa jornada.
También había, como en cualquier centro de esquí, familias enteras, con bebés con chupetes y tablitas en los pies.
Cande y Rami asomaron a las horas, para comer algo y seguir esquiando, para “exprimir” esa tarde. Yo, me quedé sentada en la tribuna de las gradas peladas y fotografiando los ojos de los siberianos que tiraban de los trineos.