De golpe, el día se convirtió en noche. Un cimbronazo lo empujó tres metros hacia atrás. La sangre corría sin parar. La mitad de su cara había explotado. La última esquirla antes de la rendición, le dio de lleno. Era la víspera de su cumpleaños 19. La inocencia, definitivamente perdida.
Lo llevaron en helicóptero al Uganda, uno de los hospitales flotantes de los ingleses. Sus oídos empezaban a acostumbrarse a las frases entrecortadas de un idioma que no entendía. Cuando despertó, su cara ya estaba cosida y en su lugar.
De regreso al continente, ni los brazos blindados de sus padres lograron sacarle una sonrisa. Y nunca más salieron las palabras de su boca: no querían replicar tanto horror.
Los años se fueron escurriendo entre sus dedos. Pero esos seis días quedaron anidando en su cabeza, más aún que la soledad de la trinchera o el frío glaciar que se colaba entre la ropa. Rodeado de extraños, encontró esos ojos que lo aferraron a la vida. Sin palabras, sólo con miradas y en un puñado de horas, habían construido un vínculo indestructible. Lo supo mucho tiempo después.
Las hojas del almanaque seguían pasando, una tras otra, sin pausa. Hasta que decidió quitarle el celofán a sus recuerdos. Era ella, imposible desconocer esa mirada, ni en 30 años.
-Nunca te olvidé, le confesó. Y las palabras, volvieron a tener sentido.
En homenaje a Walter “El Polaco” Bufarini, héroe sobreviviente de la guerra de Malvinas.