Contrastes de La Habana

La jarra de la licuadora, llena hasta el tope con un líquido espeso color rosa inconfundible, se destaca en el entorno gris del ambiente abarrotado de objetos. Cuando entré, la pisé sin querer: la pulposa fruta también yacía en el piso y la tenía frente a sí el siberiano atado al lado de la puerta. “Este es un perro que come guayaba”, aclaró Catalina.

Hacía cinco minutos que la conocía, cuando decidió invitarme a recorrer por su vivienda, en Centro Habana. La mañana anterior nos había indicado que en ese lugar se desayunaba rico. Hoy, coincidimos en el pequeño local, que sirve los clásicos cafés diminutos y pan con tortilla, con jamón o con queso.

“Nuestro problema es ‘Tromp'”, arrancó la mujer, mientras esperaba su pedido, responsabilizando al bloqueo económico que lleva décadas, pero que profundizó el presidente norteamericano de ese momento (2019) luego de que su antecesor, Barack Obama, propiciara una apertura inédita. La charla desencadenó al instante en Fidel Castro, el líder de la revolución que gobernó medio siglo la isla. “¿No fue demasiado tiempo?”, consulté. Y mi pregunta despertó su reacción: me tomó del brazo y, sin consultarme, me llevó a su casa. El tour histórico por La Habana Vieja podía esperar.

Catalina aseguró que su trabajo cosiendo ropa con una máquina estacionada en un rincón y el de su hijo informático, cubren sus necesidades. Al mismo tiempo, abrió con firmeza la puerta de un freezer repleto de carne. “No vivo con lujos, pero vivo bien”, disparó. Las reformas en su casa se frenaron -prosiguió-, porque todos los recursos se destinaron a asistir a los damnificados del tornado que en ese enero había azotado otro sector de la capital. El pequeño ambiente crece hacia arriba con dos cuartos unidos por una escalera de material y me invita a subir hasta el último peldaño. Esto es Cuba.

Algunas franjas de la ciudad parecen recién bombardeadas, con familias que habitan en edificios a punto del derrumbe, pero que prefieren afrontar el riesgo antes que el traslado a un albergue estatal. Puede uno encontrarse en cualquier callejón, en noches casi sin iluminación, pero la sensación de seguridad permanece.

Los contrastes no dejan de aparecer y una estructura con balcones descascarados y enjambres de cables se aparea con un floreciente restaurante en el Malecón, esa avenida costanera llena de vida que parece infinita.

Historia viva

Resulta indispensable caminar por la reconstruida Habana Vieja, la del Capitolio. La amurallada, la de la catedral con sus torres desparejas o la del hotel Inglaterra del siglo XIX. La de La Bodeguita del Medio y El Floridita, los bares bendecidos por Ernest Hemingway, que con su peregrinar de uno a otro impulsó sin saberlo la mejor campaña de marketing que podría imaginarse. Es un recorrido necesario y muy agradable.

Pero además, perderse por las periferias ayuda a descubrir la Cuba sin maquillaje para adentrarse en el terreno más genuino. Allí, manda el peso cubano -la moneda local- y no el convertible, creado a la medida de los turistas. El CUC hace años reemplazó al dólar y se equipara al billete estadounidense o al euro, que cotiza unos centavos más. En La Habana “no turística” se puede degustar un plato de tallarines a 17 pesos cubanos -menos de un dólar, en un puesto sin sillas ni mesas, plato en mano, entre familias cubanas.

“Para mí, Cuba es el paraíso”, dispara un joven con rulos y ojos negros, que acomoda en una bolsa negra los huevos para su abuela. La fila no termina: después de más de 20 días entró al mercado un producto clave en la alimentación y se vende en un supermercado a 27 pesos los dos maples por persona. Algunos se irán sin nada.

En la calle Neptuno, una mujer camina a mi lado, pidiéndome que le deje las zapatillas de mis hijos antes de irme, y me muestra un pequeño anotador: tiene la dirección del hotel de una turista mejicana por donde tendrá que buscar champú y otros elementos de higiene. “No quiero dinero, solo que me compre un litro de leche”, desliza otra cubana.

Un habano Cohíba cuesta la mitad de un salario mensual de la mayoría de los trabajadores, que oscila entre los 20 a 30 dólares. Poco alcanza, pese a las raciones de comida que reciben cada mes. “Esto es la pirámide invertida: mientras más estudias, menos ganas”, apunta otro muchacho.

“Tengo sólo un café de la mañana”, confiesa un hombre que se encarga de la limpieza en la bella Plaza de Armas. “Somos pobres, pero muy solidarios, nos ayudamos entre nosotros”, afirma la encargada de una posada, que habla varios idiomas y es licenciada en Ciencias de la Educación.

El turismo es la única herramienta que permite sumar ingresos extra. Algunas familias alquilan habitaciones de sus casas, y en otras viviendas lograron armar pequeños restaurantes con comida típica. Al lado de los “almendrones” (autos clásicos) impecables que invaden la ciudad, otros rodados de la década de 1950 no tan impecables -con velocímetros de adorno y sin cinturones de seguridad- también funcionan como taxis. Aseguran que no hay un auto ocioso, solo para uso de sus dueños. Siempre se explota.

Así conocimos a Eduardo, un ingeniero electrónico que conduce un Chevrolet Deluxe de 1946 y en la parte trasera tiene un banquito de madera para sumar un pasajero más. Nos llevó a la Plaza de la Revolución y se quedó a compartir la ceremonia del “cañonazo” en el castillo San Carlos, hablando de José Martí y del Che.

El hombre es un polirrubro rodante: en su amplio automóvil, exhibe cartelitos que ofrecen desde el alquiler de habitaciones hasta la venta de insumos informáticos importados de Panamá. Sus múltiples negocios le permiten acceder a algunos privilegios (por ejemplo, subirse a un avión) que la mayoría sólo puede observar reflejado en los mosaicos con agua, como en la película Roma.

Con retazos de las experiencias de cada persona que uno cruza, las que mastican en contra del régimen y las que lo defienden, se arma un rompecabezas que que ayuda a entender un poco más el entramado de esta isla caribeña que cautiva no sólo por su mar escandalosamente turquesa.

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