Cerca del cielo, en la montaña más colorida de Perú

Hechizada por las fotografías que circulaban por las redes, llegar al Apu Vinicunca o Winicunca o a la montaña de Colores, de Siete Colores, Colorada o Arco Iris, en los andes peruanos, se instaló fuerte en un raid imaginado en torno a la ciudadela inca del Machu Picchu.

El pico que se levanta a más de cinco mil metros y que acumula todos los sinónimos posibles se hizo un espacio entre las alternativas para sumarle una cuota de trekking a un viaje cargado de historia y ruinas.

Según la versión de nuestro guía, fue descubierta en 2016, cuando sus colores distribuidos en trazos paralelos, quedaron expuestos como consecuencia del calentamiento global, que derritió las capas de nieve que la cubrían. Floreció como efecto colateral de una señal de alarma disparada por la naturaleza.

La travesía que propone el full day comienza de madrugada: a las 3.30 en punto el minibús pasó a buscarnos por nuestro alojamiento en la ciudad de Cusco. La lluvia caía mansa y constante desde la medianoche y gestaba el peor escenario posible. Era marzo, incluido dentro del implacable periodo dominado por las precipitaciones. No sólo complicaría el ascenso, sino que opacaría el paisaje grabado hacía rato en mi memoria. Pero en Cusco, que la tormenta se disipara en unas horas, también era una alternativa tangible.

El encargado de controlar el ascenso de los pasajeros al bus se mostró fastidiado cuando de uno de los hoteles apuntados en el recorrido, no salió nadie. Seguramente cancelaron por el clima, pensé. La noche anterior, en lugar de aprovechar las pocas horas de descanso, me demoré leyendo comentarios de viajeros en distintos blogs, que, por primera vez y después de más de un año de imaginarla, me hicieron dudar de la excursión. Se repetían los relatos sobre la gente que iba quedando varada al costado del camino. Íbamos a ascender hasta casi 5100 metros, con las dificultades que representa la falta de oxígeno, en ese rincón donde la pelota “no dobla”.

De eso me acordaba, mientras seguíamos con dos butacas vacías. Pero ya embarcada en la travesía, junto a mi hija y mi hijo adolescentes, que despreocupados, dormían plácidamente apoyados en sus almohaditas. “Podría haber elegido un día en Lima, Miraflores y otros entretenimientos menos extremos”, pensé en soledad. Ya estábamos ahí y había que enfrentar el desafío.

A las 8 llegamos a Pitumarca, después de desandar un centenar de kilómetros hacia el sudeste, por una ruta que serpentea por acantilados profundos, con una sola trocha, como es habitual en los alrededores del Cusco y en otras regiones del Perú. Si dos vehículos se encuentran de frente, uno debe retroceder y ceder el paso, en una maniobra sin red: con un abismo en lugar de banquina. 

En un refugio del pequeño pueblito colonial, puerta de ingreso a nuestra montaña, largas mesas nos esperaban para el desayuno. Decisión acertada: consumir té de coca. Debíamos subir casi 500 metros de a pie, en un trayecto de cinco kilómetros. Mientras terminábamos los huevos revueltos, comenzó la charla técnica. Nuestros guías, apoyaron un tubo de oxígeno sobre la mesa y presentaron al paramédico que nos acompañaría. “Si tienen dudas o alguna enfermedad, como asma, les conviene alquilar un caballo en la base, más vale gastar en eso y no pasarla mal”, sugirió Dino. A 60 soles (unos 18 dólares), de ida y unos 90 ida y vuelta (27 dólares), se aseguraba un recorrido menos agobiante a lomo de un equino.

Una semana en Cusco nos había sobrado para aclimatarnos, no sólo a los 3400 metros de altura de la pintoresca ciudad, sino a la rapidez de los cusqueños en el segmento turístico. “Este es el único momento para alquilar caballo, si hay otro más adelante sería una casualidad”, repitieron cuando emprendíamos la travesía, tras desandar unos minutos más en el minibús. Nos cruzamos con decenas de caballos en todo el trayecto, cuyo costo bajaba a medida que se acortaba el tramo hacia la cima. La última oferta: cinco soles, en el último suspiro.

A eso de las 9, arrancamos la caminata a más de 4000 metros. Sin caballo ni bastones deportivos, y con caramelos de coca en los bolsillos para ahuyentar el soroche o mal de altura. Entre tanto, la lluvia ya era pasado. El sol despuntaba junto al frío de la altura. “Wellcome to mountain Colours Apu Winicunca”, disparaba el cartel de madera en el ingreso, enmarcado por las flameantes banderas peruana y cusqueña.

Adentro del óleo  

Por un sendero bien demarcado y en partes empedrado, con franjas de barro en los laterales, consecuencia de las lluvias, comenzamos a sumergirnos en un paisaje surrealista. Por allí transitan, en un trabajo rudimentario, hombres y mujeres ataviadas con ropajes típicas, que a paso apurado llevan de tiro un caballo con un turista. Una vez que lo depositan arriba, vuelven para” pescar” a algún otro que claudicara en la caminata.

Los mejores equipados, se hunden en el fango con botas, otros, trotan con apenas sandalias descalzadas. Logran, en una corrida, el jornal de dos días de trabajo de un agricultor. El cambio climático también trajo una oportunidad laboral a los lugareños. El caballo finaliza su recorrido un tramo antes del final, que debe desandarse de a pie. Es un trayecto corto, pero extremadamente exigente, ahí no hay soles que valgan, los caballos no lo suben. Desde el inicio, el camino construye una pendiente ascendente casi sin mesetas.

La altura suele generar dolor de cabeza y mareos, con el oxígeno cada vez más escaso. De 30 personas enchalecadas de verde en nuestra excursión, dos precisaron asistencia. Una familia no sabía cómo consolar a un niño pequeño. Se deben tomar ciertos recaudos para que el sueño, esforzado, pero sueño al fin, no se transforme en pesadilla. 

Tras una caminata de dos horas, allí está: desde el filo de la montaña contigua, se observan esas líneas de colores que parecen escapadas de la paleta de un pintor, pero que son pigmentos variables de los minerales que enriquecen la montaña. Quienes conocen el NOA, podrán esbozar un parecido con el cerro de Siete Colores de Purmamarca o con el Hornocal, a un puñado de kilómetros de Humahuaca, ambos en Jujuy. Pero la apu peruana ofrece más contrastes y combinaciones entre sus rojos, morados, verdes, grises y amarillos u otros colores que cada mirada adivine.

Quizás el principal valor agregado de la travesía por los andes peruanos es la caminata encajonada en medio de cerros verdes y colorados, con el Ausangate, el macizo nevado de más de 6300 metros, en un costado del horizonte, que corona la cordillera de Vilcanota, de la que también forma parte la montaña Arco Iris. El contexto mágico ayuda, aunque sea por algunos momentos, a olvidar que uno nunca deja de subir. Tremenda recompensa para una travesía exigente, que obliga a andar en modo “slow” el último tramo. El regreso, ya cuesta abajo, es la gloria.

Las fotos que inundan las redes, las mismas que nos llevaron hasta allá y que tanto tiempo anidaron en mi cabeza, tienen una dosis de photoshop que refuerzan sus colores ocres y tampoco muestras los “ríos” de turistas que la recorren. Con todos los agravantes, llegar al arco iris, sin dudas que vale la pena.

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